Todos ellos fijaron una considerable, cuando no exclusiva, atención en la Edad Media. Algunos para suavizar o insistir, como Elías, en las ideas de Marcelino Menéndez Pelayo sobre la unión esencial entre España y el catolicismo; otros para relajar el vínculo entre Castilla y España, que Fray Justo Pérez de Urbel consideraba crucial; incluso quienes seguían a Ortega y trataban de buscar en el medievo las raíces del eterno declive de España. Sin embargo, las críticas hacia estos modelos crecieron entre los historiadores profesionales, en la recuperación tras la hora cero de la disciplina que supuso la guerra civil (1936-39).

Fundamentaba Elías en lo histórico los rasgos principales de una comunidad de pueblos hispánicos. En esta reconocía las diferencias entre las diversas unidades que la componían, y a esta diversidad dedicó buena parte de sus estudios sobre la historia del pensamiento político, pues estas variadas tradiciones confluían en una única: “La tradición española en que consiste España está integrada por el conjunto de las tradiciones de cada uno de los pueblos componentes” (Las Españas, 1948, p. 51; Las doctrinas, 1943, p. 181). Hablaba incluso de federalismo articulado en torno a una monarquía en la que Castilla ejercía un papel central: “España es castellana o nada es” (Las Españas, 1948, p. 282; As idéias, 1945, p. 77). Como señalaba en una obra póstuma, “el manojo de pueblos hispánicos son tales en cuanto comulgan en un legado tradicional común y obran dentro de la órbita histórica que ese legado marca. Dejo aparte la física, la biología o la psicología, para quedarme en la historia. Las Españas son un fenómeno histórico y en la historia se resuelve la comunidad de tradiciones que colorearon de españolas las vidas de muchos hombres al transcurso de los tiempos y en los cuatro rincones del planeta” (Historia, I, 1991, p. 27).

Este concepto de “las Españas” lo había formulado ya en 1948. La base del razonamiento es que existía una tradición común de carácter histórico, pues la tradición sería historia acumulada, “el cuerpo vivo de doctrinas y costumbres, de mitos y de gestas, que forman el legado sagrado recibido de los antecesores” (Historia, I, 1991, p. 29). Consideraba que la tradición era cambio, aunque ese cambio se produjera sobre unas bases compartidas por cada grupo humano. El tiempo añadía nuevas capas, modificaciones sobre esa tradición común y cada generación aportaba algo, aunque con el compromiso de legarla a la siguiente.

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