Los estudios sobre el pensamiento político portugués – fundamentalmente medieval y renacentista – buscaban analizar el sustrato hispánico pre-estatal: “La evolución interior de Portugal no fue obstáculo a la persistencia del sentido hispánico total de la península. A todo lo largo de la Edad Media fueron los portugueses gentes hispanas, conscientes del cumplimiento exacto de la gran misión que Dios regalara a los hombres de este último rincón de la Cristiandad. […] Para propios y extraños, Portugal era uno de los reinos nuestros, sin que esa comunidad de acción cara al mundo implicara el más mínimo atentado a la independencia de cada uno de los pueblos componentes de las Españas” (Las doctrinas políticas, 1943, p. 186; As ideias, 1945, pp. 93-8). De ahí su preocupación por constatar su inserción en una tradición hispánica común a partir de una concienzuda reflexión hecha desde las fuentes originales. Esto le llevó a realizar estancias de investigación tanto en Portugal como en Brasil, donde estableció lazos académicos y doctrinales, con Luis Galvão de Sousa en el caso brasileño, con el pensamiento del prematuramente fallecido Antonio Sardinha en el portugués.

En este último, doutrinador do Integralismo Lusitano – um movimento monárquico, tradicionalista e descentralizador que se afirmou desde 1914, influenciado por Maurras –, encontró respaldo para sus ideas de unidade espiritual e de cultura do mundo ibero-americano. Essa unidade civilizacional, cultural e cristã não deveria contudo, segundo Sardinha, traduzir-se numa unidade política, por lo que mostró su oposición al iberismo. Este tradicionalismo e pan-hispanismo de Sardinha encontrou eco entre tradicionalistas espanhóis (Maeztu que via no autor português um precursor refere-os: Vasquez de Mella, o conde de la Mortera, Antonio Ballesteros, o marquês de Figueroa, Blanca de los Rios, o marquês de Lozoya, Angel Herrera e o marquês de Quintanar) (Maeztu, 1930, p. XIX).

Para Elías de Tejada la historia era el camino para entrar en el análisis de la tradición, era un saber fundamentado en el conocimiento reglado de las fuentes, aunque asumía la subjetividad del historiador, al que “lo más que puede pedírsele es neutralidad en la narración, esto es, referir sucesos tal como acontecieron. […] cada historiador propone a quien le leyere una interpretación personal, o sea, subjetiva de lo que relata. Esto es cabalmente lo que distingue al cronista del historiador. […] El historiador puede ser neutral, mas jamás será objetivo, porque su tarea consiste precisamente en enlazar los sucesos entre sí por encima de la helada lista de fechas y de nombres; si es neutral no alterará ni estas ni aquellos; pero siempre, por el mero intento de explicar la trama que enlaza a los sucesos o que encadena las fechas en el tiempo, tendrá que formular una opinión subjetiva, la de su personal manera de contemplar los acontecimientos” (La tradición, 1999, p. 267).

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